Me impresionó su deseo de dar testimonio de su experiencia trágica en el lager: ¿cuándo nació ese deseo?
Ese
deseo, por otra parte común a muchos, me surgió en el lager (campo).
Queríamos sobrevivir, y más que nada para contar lo que habíamos visto:
ése era un discurso común en los pocos momentos de tregua que nos
concedían. Por otra parte, es un deseo humano: no va a encontrar a
ningún sobreviviente que no cuente. (No, me corrijo, hay algunos que no
cuentan, hay algunos que fueron heridos tan a fondo que censuraron su
pasado, lo sepultaron para dejar de sentirlo encima). En primer lugar,
está la necesidad de descargarse, de sacar lo que uno tiene adentro.
Después existen también otros motivos..., está, quizá, el deseo de
hacerse valer, de hacer saber que sobrevivimos a ciertas pruebas, que
fuimos más afortunados, o más hábiles, o más fuertes.
¿El
punto de contacto entre los primeros libros y los de ciencia ficción
podría ser su "indignación", que primero se vuelca al lager y luego a
ciertas deformidades de la civilización?
Sí, es así. Es
una pregunta que muchos me hacen y realmente no soy el más autorizado
para responderla, porque no es un hecho categórico que quien escribe
sepa siempre bien por qué escribe. Yo tengo dos raíces: el sentido del
lager y el sentido de la química con sus dimensiones. Ya antes de entrar
en el lager tenía pensado escribir algo sobre la historia natural:
siendo estudiante sentía un deseo de ese tipo –no como proyecto claro y
transparente, sino como una vaga aspiración– y encontraba un terreno
fértil en mi oficio. Por eso, después de terminar Si esto es un hombre y
La tregua, no es que haya 'escrito' los otros dos libros: recogí
algunas ideas y algunos cuentos que había escrito antes. Por ejemplo, el
primer cuento de Historias naturales, el del viejo médico que
colecciona esencias, lo escribí antes de Si esto es un hombre. Y
probablemente, aunque el tema sea distinto, también los otros escritos
se ven afectados por la experiencia del lager, de una manera muy
indirecta, como de decepción profunda, de un retirarse de la vida.
Entre
los personajes de sus libros, usted muestra particular simpatía e
indulgencia hacia algunos que encarnan cierta 'astucia' o arte de
ingeniárselas, como Cesare o el Griego.
En primer lugar,
esos personajes actúan en un contexto muy particular, que es el fin de
la guerra. Sobre esa base, diría que podemos ser bastante indulgentes.
Hoy no admitiría a un Griego: lo evitaría, me mantendría lejos de él,
pero en ese momento me parecía casi un maestro. Solía decir: "La guerra
sigue". Y también me decía: "Mirá los regios zapatos que tengo: es
porque fui a robar a las tiendas de los rusos. Sos un tonto por no haber
ido a buscarlos". Yo respondía que para mí la guerra había terminado y
que los rusos iban a hacerse cargo. "La guerra sigue", y en ese momento
me convencía. Hoy sería más severo con él, como también con Cesare. Pero
la astucia de Cesare era tan luminosa, tan abierta, tan ingenua en el
fondo y tan inocua que todavía hoy me cae bien. No sería un censor tan
severo como para excluirla en esa forma: astucia tan 'italiana' siempre
mezclada con bondad. Cesare usaba el agua para engordar a los peces,
pero después, frente a los niños hambrientos de la mujer rusa, se los
regalaba. Esto forma parte de un arte de vivir que es viejo como el
mundo y frente al cual no se puede ser demasiado severo.
¿Esa carga de rebelión que aparece en la raíz de los primeros dos libros se atenuó con los años?
Protesto.
"Esa carga de rebelión"...: de indignación, sí; de rebelión, en cambio,
no, porque no había modo, al menos para los que estábamos en mi nivel.
Rebeliones en sentido técnico hubo en algunos lager. El episodio que
conté del ahorcado que muere gritando "¡Yo soy el último!" se relaciona
con una rebelión en otro campo: los prisioneros habían hecho volar los
hornos crematorios pocos días antes y ese hombre, cuyo nombre ni
siquiera conozco, estaba implicado en el hecho, probablemente había
conseguido explosivos. Para retomar: la indignación persiste, pero se
ramificó. Sería estúpido hoy seguir viendo al enemigo solamente ahí,
sólo al nazi, si bien para mí sigue siendo el principal. Pero el mundo
de hoy está mucho más articulado que el de antes. La época en que yo era
joven no era buena, pero tenía la gran ventaja de que era nítida: la
alternativa amigo/enemigo era muy nítida y la elección no era difícil.
Hoy lo es mucho más. Por eso también la indignación persiste, pero es
erga omnes; hacia muchos, ya no hacia 'esos'.
En la famosa carta a su editor alemán, usted dice que no puede entender a los alemanes y por lo tanto no puede juzgarlos.
No, dije que no los entiendo, pero sí los juzgo.
¿Y cómo, entonces?
Los
juzgo mal: sí, también a los alemanes actuales. No a todos,
naturalmente, tengo muchos amigos alemanes, entre otras cosas porque
hablo su idioma, y me interesan, y me niego a juzgarlos en bloque. Pero
debo decir que, estadísticamente, son un país peligroso. Son un peligro
en la medida que están divididos en dos y eso ellos no lo aceptan: pocos
entre los alemanes aceptan esa división. Y además tienen virtudes que
se vuelven peligrosas: esa extraordinaria pasión que tienen por la
disciplina (que a nosotros nos falta –y está mal– pero ellos tienen en
exceso), que los hace estar listos para seguir a cualquiera que mande,
me asusta.
¿Cómo es posible, entonces, que en esa misma
carta usted les diga a los alemanes que, además de ser peligrosos, son
la esperanza para Europa?
Es así. Escribí esa carta hace
muchos años, en los '60, movido por el entusiasmo que me generó que un
editor alemán hubiera aceptado publicar mi testimonio, y también como
consecuencia de varios contactos que había tenido entonces con los
jóvenes alemanes. Y me había parecido que Alemania realmente era otra.
En ese momento parecía una ciudadela de la democracia: hoy un poco
menos, mucho menos incluso.
¿Cómo reaccionaba cuando, día
tras día, veía ir a la muerte a compañeros debido a la selección: lo
tomaba, en definitiva, como un hecho establecido o eso le generaba cada
vez el mismo dolor y el mismo disgusto?
Nos
encontrábamos a la mañana cuando pasaban lista, y cuando faltaba uno se
consideraba de mal gusto ahondar, un poco como pasa hoy cuando alguien
muere de cáncer: nadie quiere hablar del tema. Era una forma de
aceptación, en esencia, que hacía que la actitud hacia el compañero
muerto por selección no fuera demasiado distinta de la actitud hacia uno
muerto de muerte natural. Aquel amigo mío, Alberto, del que he hablado
largamente, estaba en el campo con el padre: era un muchacho muy
inteligente y a menudo hablábamos de estas cosas, sin inhibiciones y sin
ceder a esa tendencia a negar la verdad. Sin embargo, cuando eligieron
al padre en la selección, Alberto dijo que estaba seguro de que no sería
enviado a las 'cámaras' sino que lo transferirían con otros prisioneros
a otro campo de convalecencia. Me asombró y me impresionó constatar
cómo mi amigo se había construido rápidamente un refugio para ocultarse
una realidad de lo contrario intolerable.
Teniendo en cuenta la mortalidad elevadísima, ¿piensa que su supervivencia se debió a la suerte o a otros factores?
Pienso
que, en primer lugar, mucho tuvo que ver la suerte. Además nunca estuve
enfermo; me enfermé más adelante, de una manera providencial:
trabajando en la fábrica, robaba en el laboratorio lo que podía servirme
para la subsistencia y dividía el botín con Alberto; había de hecho un
pacto entre nosotros por el cual dividíamos fraternalmente cada golpe
exitoso (¡ahí está el arte de ingeniárselas!). Un día que había robado
té, fui con Alberto a venderlo al hospital, donde lo necesitaban para
los enfermos. Nos pagaron con una escudilla de sopa, casi helada y ya un
poco consumida. Probablemente la había tocado un enfermo de
escarlatina: me enfermé de escarlatina, me mandaron al hospital y
sobreviví; Alberto, que había tenido la enfermedad de chico, no se
contagió y murió en el campo. Otro factor fundamental para mí fue aquel
obrero, Lorenzo, de Fossano, que me llevó durante varios meses lo que
necesitaba para incorporar las calorías faltantes. El, que no era sin
embargo prisionero, llegó a estar mucho más desesperado que yo: era un
hombre muy moderado y muy pío, tosco y a la vez religioso, y estaba
aterrado, espantado, herido, por todo lo que había visto. Volvió a
Italia solo, a pie, y no quiso vivir más. Comenzó a beber y, a mí que
iba a verlo a menudo, me decía con mucha frialdad que ya no quería
vivir, que ya había visto suficiente. Murió tuberculoso y desdichado.
Algún episodio insólito que recuerde y no haya contado en sus libros.
Había
con nosotros un médico judío practicante. Usted sabe que la religión
judía dispone ayunos muy rigurosos: durante esos días no se come nada ni
tampoco se trabaja. Este médico, a la noche, después del trabajo, le
dijo al jefe de la barraca que no quería la sopa porque era día de ayuno
y él no podía comerla. El jefe de la barraca era un comunista alemán,
bastante endurecido por su oficio (cargaba con 10 años de lager a sus
espaldas), pero, conmovido por la fuerza moral del prisionero, le guardó
la sopa hasta que terminó el ayuno. Ese acto de humanidad me había
impresionado mucho.
¿Puede establecer una relación entre usted y los otros escritores de religión judía
(Natalia Ginzburg, Giorgio Bassani)?
Una
relación compleja hay, evidentemente. El ambiente de Natalia Ginzburg
es mi mismo ambiente; tenemos parientes comunes, ella es Levi de soltera
y el hermano era médico nuestro. El ambiente de la burguesía judía
turinesa es el ambiente en el cual nací y crecí. El de Bassani es
distinto; tanto él como sus personajes pertenecen a otra burguesía
judía, la de Ferrara, que conozco bastante poco y que no me gusta tanto,
porque eran una clase bastante consciente de sus privilegios, exclusiva
(mire el famoso muro circundante), reservada y cerrada.
¿Por qué motivo Natalia Ginzburg rechazó su manuscrito?
Aclaro
que no le guardo rencor (aunque quizá sí se lo guardé durante un
tiempo). Pensé en muchas cosas: quizás estuviera harta de manuscritos
–ser lector de una editorial es un trabajo feo; uno está obligado a
cortar...–. Por otra parte, es un hecho que, pese a conocerla bien,
nunca aclaramos.
¿Mantiene contactos con compañeros del lager?
A
Enick lo perdí de vista completamente. Volví a ver, en cambio, a
Pikolo, el del canto de Ulises; con él nos vemos a menudo, viene a pasar
las vacaciones a Italia y es farmacéutico en un pequeño pueblo cerca de
Estrasburgo. Es uno de los que eliminaron todo: se aburguesó totalmente
y no le gusta hablar de estas cosas. Fui a verlo, la última vez, con la
televisión italiana; le pedí que volviéramos a vernos pero me
respondió: a vos sí, pero las cámaras de televisión no. Después, en
realidad, también las aceptó, pero de mala gana.
¿Qué piensa de los jóvenes de hoy?
La
diferencia fundamental entre nuestra juventud y la juventud actual está
en la esperanza de un futuro mejor que nosotros teníamos de manera
clamorosa y que nos sostuvo aun en los años peores, aun en el lager:
había una meta y era construir un mundo nuevo de iguales derechos, donde
la violencia fuera abolida o relegada a un rincón, construir el país
para reinstalarlo a nivel europeo. En cambio, me parece que los jóvenes
de hoy tienen muchas menos esperanzas. En general, veo que tienden a
fines inmediatos, y esto, quizá, sea bastante acertado en tanto no
vislumbran otro futuro. Me parece, paradójicamente, que fue más fácil
nuestra juventud, porque hoy son demasiados los monstruos en el
horizonte: está el problema de la violencia, el energético, la
contaminación, el mundo está dividido en bloques, hay una incapacidad
total para prever el porvenir, nadie se atreve a hacer previsiones
sensatas de aquí a dos años; el problema atómico persiste. Encuentro que
son pocos los jóvenes que piensan en hacer o estudiar, de alguna
manera, para un futuro personal preciso. Es el sentido del ocaso de los
valores, razón por la cual hay que gozar y quemar todo rápido.
¿Cómo es que dejó pasar tanto tiempo entre "Si esto es un hombre" y la segunda obra?
Si esto es un hombre,
editado en 1947 en De Silva, salió con 2.500 ejemplares, recibió buenas
críticas, pero tuve 5 mil lectores (un libro lo leen en promedio dos
personas). Luego de lo cual ya no tuve incentivo para escribir: me
parecía que había cumplido mi deber como testigo, que había descargado
mis tensiones y no sentía la necesidad de escribir otra cosa. Recién
después de muchos años volví a sentir ese deseo porque se ha vuelto a
hablar de la Segunda Guerra Mundial y de los lager de una manera
distinta, en sentido histórico justamente. Más o menos en 1960, o antes
incluso, hubo un ciclo de conferencias sobre el tema y yo participé:
muchos en ese momento me alentaron a contar también la segunda parte de
mi experiencia, o sea, la vuelta de Rusia. Retomé la pluma por otro
motivo: había terminado la Guerra Fría y entonces podía contar la verdad
completa, humana. Antes era imposible hablar de Rusia: era el infierno o
el paraíso. Y yo no tenía ganas, en semejante ambiente, de escribir un
libro-verdad como La tregua. Sólo después de la distensión fue posible
escribir sobre esas cosas en un lenguaje no retórico.
¿Por qué nació Malabaila?
Porque habría sido escandaloso, no habría podido, yo, el escritor de Si esto es un hombre
aparecer en esos tiempos con anécdotas, historias fantásticas. Propuse
entonces ese seudónimo al editor, que aceptó entusiasmado, pensando
quizá que podría convertirlo en un 'caso literario': en definitiva el
caso no existió y yo retomé mi nombre.
© La Repubblica y ClarIn.
Traducción de Cristina Sardoy.
Enviado por Maria Benjumea Alarcón
Enviado por osvaldo pellin